domingo, 23 de mayo de 2010

METAMORFOSIS

Durante muchos años, los habitantes del silencio ahorraron aquella rutina: cada día de la semana significaba algo igual al anterior, la misma semipenumbra, el mismo sonido de las escobas mal pasadas por el aburrido piso de baldosas viejas del patio, el mismísimo plumero que, más que llevarse el polvo y las telarañas, parecía transportarlos de un lado a otro, de mueble en mueble…
Y en las madrugadas, tras el martillo insoportable del antiguo despertador metálico, el arrastrar resignado de las viejas pantuflas de fieltro del dueño de casa, de la cama hasta el baño, del baño a la cocina y de nuevo al dormitorio, desde donde emergía el monótono, cansado trajinar de sus zapatos de ir a trabajar…
Los muebles del living heredado murmuraban entre sí cada noche, cuando Raúl se retiraba a dormir. Suspiraban de aburrimiento, soledad, polvillo y oscuridad. Una vez, el sofá se atrevió a desear que algún día entrara por allí una mujer (no la seria señora que limpiaba), sino una que viviera con Raúl. Habían escuchado por la radio que una dueña de casa pone luz, colorido, perfume… en fin, cambios en la monotonía masculina…
Y llegó el tiempo. Llegó Liliana, novia entusiasta que alguna tarde hasta cocinó un pastel perfumado de miel y jengibre e hizo estremecer a los muebles. La luz y el color inventados por esta mujer se fueron apropiando de los viejos rincones, sobre todo desde que se casó con Raúl. A la antigua mesa de cedro le encantaba que le cambiaran flores (en un coqueto florero) todos los sábados; las ventanas se alegraron y silbaban con cortinas nuevas e, inclusive, el gruñón sofá para uno se había vuelto alegre y feliz… ¡Si hasta le perdonaba a Liliana, cuando se sentaba en él cada noche para escuchar música y tomar el cafecito con Raúl, que con su exceso de kilos le hiciera tronar los fuelles!

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